Cuando abrieron la bolsa y me quitaron la documentación, las acreditaciones y el dinero, pensaba que me devolverían el resto de mis cosas, pero se las quedaron también.
Ahora en esta celda minúscula y pestilente, lo único que echo de menos es mi diario. Es curioso, lo debo de llevar en la sangre como decía mi abuela.
Necesito escribir.
Estoy perdiendo la cordura de tanto pensar, mi cabeza da vueltas y va de un pensamiento a otro con gran ansiedad, si no consigo controlarlo me dará un ataque de pánico y no quiero ni pensar en lo que podría ocurrirme. La otra noche oí gritar a alguien. Era otro prisionero que insultaba a sus carceleros. Le dieron una paliza para de dejara de hacer ruido, fue tan horrible que tuve que taparme los oídos para no escuchar los golpes, los gritos y los lamentos; ya no lo he oído más, no sé si seguirá vivo. No sé cuánto tiempo seguiré yo vivo.
He decidido intentar memorizar algunas frases cada día, para luego, si consigo salir de aquí con vida, ponerlas por escrito. Soy optimista por naturaleza. Sé que estoy en una situación complicada, pero necesito pensar en que todo va a ir bien, necesito creer que voy a salir ganando con esta historia, que algo bueno obtendré de esta experiencia. Pienso en cómo serán las entrevistas cuando me liberen, el entrevistador que se convierte en entrevistado. “El intrépido periodista secuestrado durante la guerra nos cuenta su suplicio, no se pierdan los detalles de este increíble testimonio humano". Tengo que pensar en algo positivo para no caer en la desesperación. Me imagino que vienen a rescatarme. Me imagino que me espera un futuro brillante. Me transporto con la imaginación a otros lugares, a otras situaciones del pasado y del futuro, sí, sobre todo del futuro. Me divierte imaginarme esas cosas; el otro día me sorprendí al oír mi propia risa. Me estoy volviendo loco. Si hubiera sido otro el que se hubiera reído en semejante situación, no habría dudado en decirle "demente", pero era yo el que me reía, yo, totalmente solo en mi celda diminuta y asfixiante.
Los días se me hacen eternos. No sé cuándo anochece, ni cuándo amanece un nuevo día; he perdido la noción del tiempo. No veo nunca a otras personas, tan solo viene mi carcelero a traerme agua y comida alguna que otra vez; lleva la cara tapada y solo se le ven los ojos negros llenos de odio. Al principio no comía nada, tenía un nudo en el estómago y no me pasaba bocado, después tenía hambre, pero la comida me asqueaba y prefería pasar hambre. Ahora ya no me importa el aspecto repugnante de lo que me traigan, tengo que comer porque no quiero morir, ¡no quiero morir! Tengo ganas de gritar y de pedir por mi vida y mi libertad, pero no me atrevo, no sé qué me podría pasar… no he vuelto a escuchar al otro prisionero.
Los recuerdos van y vienen. Tengo tanto tiempo para pensar… estoy cansado de pensar.
“¡Me lo prometiste! ¡Me prometiste que no serías corresponsal de guerra!”, gritaba mi madre una y otra vez. “No soy corresponsal de guerra, soy periodista y voy a cubrir una noticia que ha ocurrido en un país que está en guerra”, le repetía yo con calma, “no te preocupes, voy con un equipo de profesionales. Está todo controlado”. Lo creía sinceramente cuando lo decía.
Los secuestros. Todas esas imágenes de occidentales suplicando por sus vidas en celdas inmundas, “eso es algo que solo les ocurre a los demás, a mí no. No soy más listo ni mejor que nadie, pero soy intrépido, arriesgo y siempre salgo ganando. Siempre”.
También es verdad que "siempre" hay una primera vez para todo.
Recuerdo esa última discusión con mi madre, la recuerdo una y otra vez e intento cambiarla, intento cambiar las palabras, los gestos y el adiós. Desearía que nuestra despedida hubiera sido diferente.
Cuando era pequeño, mi salud era un tanto frágil y me pasaba los inviernos de resfriado en resfriado, pero mi madre siempre estaba a mi lado, me tapaba con varias mantas, me controlaba la fiebre, me hacía beber mucho zumo de naranja, me abrazaba y me besaba, ¡cuánto me gustaría recibir ahora su abrazo! ¡Cuánto me gustaría decirle ahora que la quiero! ¡Cuánto me gustaría pedirle perdón por todos los disgustos que le he dado! Me gustaría enviarle un mensaje telepático. Me gustaría que pudiera leer mi mente, mi grito silencioso de angustia en busca de cobijo, del cobijo de su cariño. Las lágrimas han empezado a resbalarme sin control por las mejillas. No recuerdo cuándo fue la última vez que lloré, de hecho, no recuerdo haber llorado nunca. Nunca como ahora con el corazón roto por la desesperación y la soledad. Ha sido como un torrente que no tenía fin. He llorado tanto que me duelen los ojos.
Me duele todo el cuerpo.
Me fue bien llorar el otro día. Aunque ahora que lo pienso bien, no sé si fue el otro día, no sé si ya ha pasado un día. Ahora estoy más tranquilo. Le he dado mil vueltas a la última conversación que tuve con mi madre. Me la he imaginado tantas veces que lo irreal ha sustituido a lo que en realidad pasó. Soy consciente de que me he inventado un desenlace hermoso, soy consciente de que mi madre no puede oírme por mucho que yo la llame en mi pensamiento. Aun así, me tranquiliza pensar que las cosas fueron diferentes, me tranquiliza pensar que le di un beso en la mejilla al despedirme, me tranquiliza pensar que ella me escucha y me comprende.
No sé si saldré cuerdo de aquí, pero lo único que puedo hacer es pensar. Necesito dormir sin soñar.
Pienso mucho en mi madre y en mi abuela, que son las personas que han marcado mi vida. Pienso en mi infancia, mis años de universitario, mis amores, mis primeros trabajos, mis compañeros, mi ambición, mi profesionalidad... y de todos esos recuerdos ya no sé cuáles son reales y cuáles no. Estoy cansado.
Necesito escribir.
Necesito escribir.
Echo de menos las pequeñas cosas de la vida. Pequeñas cosas en las que nunca hasta ahora había pensado, como sentir el aire frío en el rostro en pleno invierno madrileño, el sonido de la lluvia sobre el parabrisas del coche, el aroma de la pimienta recién molida que mi novia italiana utilizaba para cocinar, las manos arrugadas de mi abuela, el tacto sedoso de la larga cabellera de Susana, las pecas de Paula, leer el periódico por las mañanas, el café amargo que sirven en el bar de la esquina de mi casa, el sonido del despertador que me hacía abrir los ojos a las siete de la mañana, el olor de los libros viejos de la biblioteca del barrio, el sabor de las castañas asadas y el jugo de las naranjas… Todos los recuerdos, las texturas, los aromas y las imágenes vuelven a mí de una forma tan real que me hieren. Me duele darme cuenta de la realidad, me duele darme cuenta de que en su momento no supe apreciar lo que tenía. No debería haber dejado a Susana, tal vez ahora estaríamos casados, tal vez mi orgullo se habría debilitado y tal vez no estaría en esta penosa situación. No. Lo cierto es que sí estaría donde estoy ahora porque nunca habría dejado pasar una oportunidad como la que se me presentó. Sin embargo, he cambiado. Ahora haría las cosas de otra forma. Quiero hacer las cosas de otra forma. Quiero enmendar los errores cometidos. Me voy a volver loco de tanto pensar. Estoy cansado.
Necesito escribir.
Necesito escribir.
Necesito recordar todos los sentimientos que me están torturando, porque quiero dejar de ser el que era: “orgulloso presuntuoso”, me habían llamado y yo me había reído. Me había reído de todos, pero las cosas cambian.
Me ha crecido la barba y me repugna el olor que desprende mi cuerpo sucio. A veces pierdo el sentido. Lucho por mantener el optimismo que tenía al principio. Quiero seguir pensando en que tarde o temprano me rescatarán y mi pesadilla habrá terminado.
Hoy me han hecho suplicar por mi vida. Han traído una cámara de vídeo, me han obligado a ponerme de rodillas y me han dicho que haga una petición al Gobierno de mi país: mi vida a cambio de algo imposible. ¡Imposible! Si hubiera sido por dinero, si hubieran pedido un rescate a mi familia, sería diferente, mi familia tiene dinero, mucho dinero, pero lo que piden es una locura… Ahora sé que estoy condenado a muerte.
No sé cuánto tiempo más puede pasar, pero no quiero morir. Quiero gritar: ¡quiero vivir, quiero vivir, quiero vivir…!
Ya no puedo seguir imaginando que me van a rescatar, la realidad me ha caído encima, aplastándome como una losa pesada. Me ahogo aquí dentro, me ahogo de angustia y de ansiedad, quiero vivir, quiero vivir, ¡quiero vivir!
No he vuelto a ver al tipo que hizo de intérprete y que ignoró mis súplicas. No sé si me entienden, pero yo sigo suplicando. Necesito poner por escrito mis recuerdos, necesito cambiar muchas cosas de mi vida. Tengo que hacer tantas cosas todavía... ¡No puedo morir aquí!
Necesito escribir.
Necesito escribir.
Me han sacado por fin al exterior después de… no sé cuánto tiempo.
Tengo los ojos tapados y no sé adónde me llevan. He tropezado y me he caído al suelo arenoso, pero enseguida me han levantado. Mi cuerpo está frágil. Tengo pocas fuerzas y jadeo al respirar. Hace mucho calor y el aire que me entra en los pulmones arde en mi pecho.
Estoy tosiendo sin parar y las gotas de sudor me resbalan por la espalda. Creo que mi tos les está poniendo nerviosos, pero no puedo dejar de toser.
Ahora son ellos los que me han empujado contra el suelo. Gritan, pero no los entiendo.
Oigo el sonido de un arma.
El primer impacto me rompe las entrañas, el dolor es tan intenso que creo que voy a vomitar. El segundo impacto se estrella contra mi cabeza.
Mil colores, mil imágenes me atraviesan y después la más absoluta oscuridad.
La más absoluta tranquilidad.
A miles de kilómetros de distancia, una madre sostiene la foto de su hijo en las manos mientras las lágrimas le resbalan silenciosamente por las mejillas.
FIN